En su prólogo a “Los
nombres de la locura” Abel Langer nos habla de una interconexión,
o de una conectividad, como diríamos hoy, de ese algo común que
relaciona saberes clausurados muchas veces sobre sus propios
cercados, organizados con lenguajes que le son propios y cifras de
interpretación que le corresponden con exclusividad. Esta conexión,
o mejor, la compuerta más amplia que abre Abel, es la pregunta sobre
la literatura y más específicamente, sobre la relación entre
Psicoanálisis y Literatura. Al construir la trilogía Cervantes,
Freud, Lacan, sugiere un lugar para una obra célebre del idioma
español, en una misma categorización o nivel en los que se hallan
los nombres de Lacan y Freud.
Como el tema es la locura, no puede
llamar la atención esa ubicación privilegiada del nombre de
Cervantes, pero ya no se trata de analizar a Cervantes desde
cualquier canon que se podría imaginar, sea la crítica literaria o
la crítica psicoanalítica, sino considerarlo a él mismo como un
tratadista de la locura. Abel refiere en primer lugar su atracción
por esta novela, por la temprana práctica de lecturas que
posibilitaba una Facultad de Filosofía y Letras que en los años
50-60, aun no tenía desglosados sus saberes en tabiques
disciplinarios estáticos. Escribo estas breves líneas porque no
podré asistir a la presentación a la que me había comprometido,
pues mis obligaciones en la Universidad de General Sarmiento terminan
hoy muy tarde y no tuve forma de resolverlo. Movido entonces por el
oscuro goteo de esta falta, escribo unas líneas suplementarias que
me sugiere el libro. Evidentemente, la locura del Quijote hay que
buscarla también en la historia de la lectura, o en su autobiografía
como lector, a condición de que los momentos previos de la historia
de un sujeto puedan sostener ese dictamen, de modo que la locura no
se deje provocar solo por los actos de lectura, sino que previamente
sea subyacente a ellos. No obstante, como es una actividad
típicamente intelectual, la lectura suele asociarse en las
especulaciones espontáneas, al igual que la filosofía, como una
ocupación que destina a quien la practica a olvidarse del mundo,
verlo deformado, o confundir realidad con fantasía.
En este sentido, la locura
alimenta la actividad metafórica, pero no como lo haría un poeta,
sino como un reconocimiento fallido de la objetividad del mundo. El
referente de la realidad pasa a ser metafórica, pero la imaginación actúa
como enemiga de la realidad. En el Quijote, sin embargo, esa
disparidad tiene un gran contenido lírico, y la locura sirve como un
concepto difuso, “loco” en sí mismo, que permite festejar las
faltas de concordancia entre la percepción y lo percibido como el
nombre de un acto creativo, de desprendimiento artístico respecto a
la grisura de lo real.
Abel propone que estos desdoblamientos del
Quijote pertenecen tanto al personaje como a su autor, y que si bien
no se podría adjudicar a la lectura un efecto psicótico por sí
mismo, al estar en el ámbito de la representación, toda
especulación tiene cabida. Hay locura antes de las neurosis de
lectura, pero la ruptura de las formas de distanciamiento tanto
retóricas como psicológicas, podría dejarnos con la idea vulgar de
locura vinculada al obsesivo lector. Es el mismo caso de Madame
Bovary. ¿Freud era un lector de ese tipo? La razón por la que Abel
pone a Cervantes a la misma altura de Freud y Lacan, es porque el
primero era un entusiasta lector del Quijote, como se sabe. Lo
comenta a su prometida, aprende el castellano para leerlo –o mejor
dicho, lee el Quijote para tener la práctica de la lectura en su
fuente idiomática original-, y su sentimiento es de admiración y
risa, como muchos años después dirá Foucault que rió leyendo a
Borges.
De algún modo, lo analiza como si fuera un sueño, aunque
no se trata de un estudio completo como el que dedica a Lady Gradiva
de Jensen o al Moisés de Miguel Ángel. Con toda razón, Abel cita
la opinión habitual de que sin el Elogio a la locura de Erasmo no se
podría haber escrito el Quijote.
Pero sin duda el
psicoanálisis no puede ser concebido como un elogio a la locura,
aunque son siempre recordables los escritos de Masotta sobre Roberto
Arlt, donde se coquetea con una escritura que ensaya escribir sobre
sí mismo y juguetea con su propia locura. Foucault no escribió un
elogio a la locura, y su admiración por Nietzsche y Artaud no
contemplan esa posibilidad, sino una crítica a los dispositivos de
encierro y una imposibilidad de levantarse de ese estado de desvarío
sin recuperar el mundo metafórico.
Podría decirse
que Cervantes con su Quijote y Shakespeare con su Hamlet son los
personajes del psicoanálisis en tanto crítica literaria y de la
crítica literaria en tanto psicoanálisis. Con las distancias
conocidas, Freud y Lacan ven en la tragedia de Hamlet un deseo
contenido, de carácter inhibitorio, que confisca la acción directa
en nombre del mito amoroso de carácter edípico. El mismo tema del
nombre del padre aparece en las páginas que Lacan le dedica a James
Joyce, con conclusiones que, si no me engaño, suponen la reiteración
de las formas legendarias con las que una obra se vuelve sobre el
autor. La locura sería el modo en que la materia de una obra
literaria, expresada por su propio lenguaje, revierte sobre la figura
paternal de su autor y lo niega o lo enajena.
La categoría psiquiátrica
de simulación de la locura podría ser aprovechada aquí –con lo
cual entrarían en danza los comienzos de la psiquiatría en la
argentina-, en la medida en que se despojen de sus connotaciones
biologistas y se visualicen sus formas plásticas y teatrales. Digo
esto porque el libro de Abel recoge materiales de todo tipo, sobre
todo de su experiencia hospitalaria, y por lo tanto, se puede
considerar un proyecto psicoanalítico que toma la cultura argentina
para someterla a una indagación psicoanalítica. No digo que esto
esté dicho explícitamente por Abel, pero basta recordar uno de los
casos que relata, el del chico que le pide un cigarrillo en el
hospicio y que se hallaba abandonado hacía años allí, para
imaginar cómo sería un conjunto de conocimientos que pasa por los
ilustres nombres de la cultura universal, y por el legado de Freud y
Lacan vistos por un autor como Abel Langer, tan enlazado a las
soterradas formas de la lengua nacional, para imaginar de qué manera
este libro habla de nuestras profesiones, de nuestras imposibilidades
y de nuestras esperanzas. Ese chico en situación de orfandad vive en
el interior del libro de Abel Langer, y sin esa gran escena, se
lucirían menos las amplias reflexiones sobre los temas ante los que
los psicoanalistas de todo el mundo concurren con sus propias
angustias y desazones.
Abel siempre se interesó
por las formas más rotas de la experiencia humana, lo que solemos
llamar locura, de un modo amplio que basta decirlo, para provocarnos
cierta perplejidad. ¿Estará esa locura aun acechándonos en
nuestras modernas bibliotecas domiciliarias, o en las de nuestros
gabinetes de estudio y trabajo? El psicoanalista Abel Langer cree que
sí. Y el crítico de una sociedad injusta y virulenta, que responde
al nombre de Abel Langer, también cree que sí. (Horacio González)
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